10 razones por las que recomiendo el Glenfiddich 12
- Diego Montoya
- 13 feb 2019
- 3 Min. de lectura

Fue el whisky con el que conocí la categoría de los single malts gracias a que era el favorito de mi padre y el que él siempre tenía en casa. Al parecer, esto es sorprendentemente común.
Quizá se debe a que este fue el líquido que inauguró la categoría de una sola malta en Colombia, hace menos de 30 años. Y es que, de hecho, así fue para el mundo entero: en la década de 1960, Glenfiddich —que ya llevaba un largo trecho elaborando mezclas— embotelló un straight malt que echó esta bola a andar.
Pero vamos a lo organoléptico, a lo que el líquido entrega a nuestros sentidos. Y aquí quiero destacar su aroma, con notas preponderantemente frutales, cargadas de manzana verde y pera, a malta, vainilla, algo de nueces y caramelo. Aconsejo tomarlo seco y en cualquier copita que sea ancha en su base pero angosta en la parte superior, de manera que los vapores se concentren en el ‘vacío’ semicircular restante, por encima del líquido. Así será más fácil pescar esas evocaciones en nariz.
Luego, en boca, estas últimas no solo se ratifican —cosa menos común en el whisky de lo que se cree—, sino que se les suman otros goces: un picante delicado, por ejemplo, y algo que se me apareció en las más recientes veces que lo probé: ¡chocolate oscuro!
Parte de ello viene de un proceso de destilado particular, pues tiene lugar en dos tipos de alambique: unos son más altos y delgados, y los otros un poco más gruesos y bajitos. Las porciones respectivas se mezclan y la marca le debe a ello parte de su sello en los sentidos.
Su maduración tiene lugar durante 12 años —ojo: por lo menos 12— en dos tipos de barricas cuidadosamente elaboradas: la mayoría son exbourbon, lo que aporta una sensación dulce, acaramelada y avainillada, así como una evocación a madera. Pero también están las que contuvieron jerez —oloroso y amontillado, para los conocedores—, que armoniza todo lo anterior en una elegante redondez.
La historia viva de la destilería. William Grant la fundó en 1886 en Dufftown (región de Speyside) con la ayuda de sus dos hijas y siete hijos. El 25 de diciembre de 1887 se consiguió la primera gota de destilado. Y hoy en día, la familia Grant sigue teniendo el timón del legado.
Sí: también importa cómo se ven las cosas, el frente estético. Y empecemos por el color de su icónica botella. Antes, cuando los whiskies no se filtraban, podían verse un poco turbios y en la base quizá se encontraban sedimentos. Originalmente, la destilería adoptó este vidrio verde oscuro para ‘maquillar’ un poco lo anterior, pero tal fue el posicionamiento del producto que así se quedó la botella, y así se quedará.
Un detalle curioso: la botella tiene una base triangular —de ahí sus tres esquinas curvas— en representación de tres elementos: el agua, y específicamente del manantial Robbie Dhu, con el que se elabora el whisky; la tierra, en relación con la cebada utilizada, y el aire, en alusión al proceso aeróbico de la fermentación con levadura del mash inicial, ese que, luego, pasa a destilación.
Por último, el ciervo de Glenfiddich —palabra que, de hecho, significa el valle de los ciervos—. No importa si está presente en cualquier otra expresión de la destilería: siempre tendrá 12 puntas en los cuernos, como una venia a este 12 años, el líquido que globalizó la marca.
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