Dunas en la alta Guajira
- Diego Montoya
- 15 oct 2015
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 2 feb

Así es la aventura que supone llegar hasta el Faro de Punta Gallinas, el punto más al norte de Colombia y Suramérica. De las manos del pueblo wayuu y con la ayuda de auténticos baquianos, esta crónica de viaje nos adentra en un paraíso desértico poco visitado.
Texto: Diego Montoya Fotos: Clara Moreno Chala
El motor 4.5 del Toyota ruge bajo nuestros pies. O, por lo menos, así se siente el resoplido constante y sordo de la máquina que lleva a este cascarón metálico por entre el desierto a un promedio de 40 kilómetros por hora. Se agradece cuando la camioneta deja de trepar rocas o de escabullirse, cuidadosa, entre las espinas de los cactus, para avanzar más ágilmente sobre planicies arenosas. Y se agradece porque merma el movimiento en la silla del carro. Pero, sobre todo, porque el camino es largo hasta Nazareth, el lejano corregimiento del municipio de Uribia, en el departamento de La Guajira. Aterrizamos hace cinco horas en Riohacha, tras ver los picos de la Sierra Nevada de Santa Marta desde el avión y, desde entonces, hemos parado solo una vez por provisiones.
Debemos entonces apurar el paso, a pesar del espectáculo que muestran nuestras ventanas cerradas: un paisaje plano, de horizonte lejano, salpicado por chorros de luz rosada que provee el atardecer. Es curiosamente parecido al que vemos en los documentales sobre la vida salvaje en África. Y, en la radio, el sonido brillante de una guacharaca metálica, insignia del vallenato, que golpea en grupos de a tres: ts-ts-ts, ts-ts-ts, ts-ts-ts...

“Aquí qué GPS ni qué nada”, comenta el guía turístico, Andrés Delgado, mientras se aferra a una de las 60 botellas de agua que llevamos para la travesía. “Todos preferimos irnos con un baquiano”. No hay ningún camino. Desde que salimos de la ‘Terraplén’, la vía que lleva de la cabecera de Uribia hasta donde se toma el desvío hacia el desierto, no he visto ningún punto de referencia. Hay una suerte de trilla en la arena, borrada por el viento, pero solo en ciertos tramos. Si fuera de noche, creería que Papi se guía mirando las estrellas. Y pronto será de noche.
“Mire, mire”, dice Andrés, señalando la silueta de la única montaña en el horizonte, abrazada por una nube. Es una sombra negra en el cielo colorado. “La Serranía de Macuira. Ya pronto llegamos a Nazareth, que está en la zona de amortización del Parque. Pasamos la noche ahí y subimos temprano mañana”.
Primera
“Por las noches, esto se ve iluminado por todo el oro que nuestros ancestros arhuacos enterraron aquí”, me comenta Jadol Uriana, el joven wayúu que nos subió hasta este colosal montículo de arena en el corazón de un bosque enano nublado. “A veces hay ruido de espíritus hablando, o cantando... es un sitio sagrado”.
¿Y cómo no iba a serlo? Además de ser hábitat para serpientes, micos, iguanas, sapos o tigrillos, en las 25.000 hectáreas del Parque Nacional Natural Macuira conviven cerca de 140 especies de aves, varias de ellas endémicas. Estas montañas son, además, el origen de mucha del agua dulce que calma la sed en la Alta Guajira, así como de la medicina tradicional. Pero, sobre todo, se trata de un verdadero mirador. ¿Por qué no traje binóculos, para espiar rincones en todo el departamento? La sensación cuando se está ante un panorama de tal amplitud es siempre la misma: los ojos no alcanzan, a pesar de nuestras exigencias para que estos lo capten todo.
Nuestros únicos acompañantes en la duna son tres chivos que salieron del bosque para dejar sus huellas al lado de las nuestras en la arena. Hay miles de ellos en todos los rincones de La Guajira, puesto que son el eje de la economía y la alimentación wayuu.
Suena un timbre y Jadol contesta una llamada en un Blackberry. Habla en wayuunaiki. Es imposible no notar el contraste cultural entre el aparato, por un lado, y el joven indígena por el otro: su idioma, sus pómulos pronunciados, su pelo negro liso y sus ojos rasgados. “¡Jatsü jutsuin celular!”: se le está acabando la pila. La etnia wayuu se mantuvo a raya de la occidentalización durante la colonia, gracias a que se refugió en el desierto, hostil para los blancos. Por eso, hoy hablan su lengua y tienen su cosmogonía protegida a pesar de estar relativamente integrados al orden global. Y, gracias a eso, también hoy son la etnia indígena más numerosa en Colombia: 270.000 wayuus, según el Censo de 2005, más otro tanto en Venezuela.

Cuando Alonso de Ojeda, buen lugarteniente de Colón y luego su enemigo, llegó por primera vez a La Guajira en 1499 tras deslumbrarse con la desembocadura del río Orinoco en el Atlántico, no lo recibieron precisamente con peajes de niños en el desierto. Las luchas fueron arduas y la negativa a someterse, férrea. Tras un proceso de siglos, los wayuu se han occidentalizado a su ritmo -y no al nuestro- para enseñarle al mundo los exuberantes colores de sus chinchorros y mochilas, sus rancherías, sus casas hechas con yotojoro –el cáctus seco–, sus complejas creencias en los sueños y, sobre todo, su fiereza.
Segunda
Los rituales alrededor de la muerte, en la cultura wayuu, son ejes de la vida en sociedad. Tanto es así, que a los muertos los entierran dos veces: la primera tras el deceso y la segunda 10 años después. A ese segundo entierro, que normalmente tiene lugar en enero, se convoca a familiares y amigos hasta con un año de anticipación. “Hace dos años desenterramos a mi abuelo y vinieron 500 personas”, me dice Mayuli Redondo, cabeza de hogar en una ranchería cercana a Riohacha. “Se come chivo, carne de res, pescado y se toma whisky o chirrinchi (el destilado artesanal de panela). Las mujeres se encargan de sacar los restos y de volverlos a enterrar, después de haberse preparado psicológicamente”.
Las valientes y trabajadoras mujeres wayuu, que llevan leña a la casa en la madrugada, prenden el fogón, cocinan y, frente a los ojos encantados de sus hijas, inmortalizan el legado indígena a los pies de un telar. Pienso en ello al bajarme del carro en la Duna de Los Patos, cerca a Puerto Estrella –otro diminuto corregimiento de Uribia–, mientras me cuelgo al hombro la mochila azul que compré en el almacén de Eudoxia Iguarán, antes de salir de Nazareth. El trabajo del tejido es dedicado y estéticamente libre. No en vano la mujer recibió en diciembre pasado un reconocimiento como Maestra de Maestras de manos del presidente de la República.
S

Tercera
Según el libro La verdadera historia de Riohacha, los cartógrafos del siglo XVI describían a La Guajira como “un puño incrustado en las aguas del Ca- ribe o una cabeza pelona implorando al cielo un poco del líquido elemento para calmar su milenaria sed”. En este instante estoy en la punta de la nariz de esa cabeza empinada: el Faro de Punta Gallinas, que es la zona más al norte de Suramérica. No hay turis- tas, solo un grupo de pelícanos volan- do paralelamente a la costa y el carro de Papi parqueado en la playa.
Este es el verdadero fin de mi travesía, después de 350 kilómetros recorridos desde Riohacha y tres dunas visitadas. A la última de ellas fui ayer al atardecer: la de Taroa, un extendido monte de piel amarilla arrugada por el viento, como la frente de la cabeza milenaria. Al caer el sol allí, se me reveló un firmamento como una espesa tela negra con infinitos diamantes desperdigados.
Aquí, al pie del faro, hay que recordar el vallenato de los hermanos Zuleta: “Orgulloso yo le canto a mi tierra lejana, bañada por luz de luna al anochecer. El desierto se camina bajo un sol ardiente, flamingos en la laguna, sol de atardecer”.

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