Florencia: alma del piedemonte amazónico
- Diego Montoya
- 3 oct 2015
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 2 feb
A los pies de los Andes y bordeando la selva amazónica se encuentra una ciudad joven, rodeada por una riqueza natural única en el mundo. Es el alma del departamento colombiano de Caquetá, en cuyas calles y colinas está contenida una historia compleja, así como una nutrida diversidad étnica y cultural.

Texto: Diego Montoya. Fotos: Juanita Barriga. Publicado en Avianca en revista de febrero de 2012.
“A ver, ¿quién se va a ganar el coletazo hoy?”. La pregunta de José Alexander López, ingeniero de la estación de la Asociación de Acuicultores del Caquetá (ACUICA), hace que sus cuatro ayudantes estallen en carcajadas. A los muchachos, sin embargo, se les siente una pequeña dosis de nervios. Mientras alistan la red para el ejercicio mensual de monitoreo, observan el agua turbia de un lago artificial que se encuentra a sus pies. Bajo la superficie nadan 22 ejemplares del pez cuyo tamaño y facciones prehistóricas han inspirado leyendas por toda la Amazonía: el pirarucú, que puede alcanzar tres metros de largo y 240 kilos de peso.
“Ese golpe lo deja a uno privado”, explica el ingeniero, que se mete al agua con los jóvenes. El grupo lleva a los pescados lentamente hasta el borde del lago. Cuando los animales se sienten acorralados, emergen en un ruidoso salto para franquear la red y, de paso, hacen que apreciemos el increí- ble punto del universo en el que nos encontramos. Las escamas plateadas brillan por un instante a los pies de las montañas de la Cordillera Oriental colombiana, ubicada a pocos kilómetros del lugar. Son los Andes, un accidente geológico insigne de nuestro continente. Y, si nos damos la vuelta, vemos el horizonte selvático, plano, inmenso, que supone la Amazonía colombiana.
Ese es el entorno en el que se encuentra Florencia, la capital del departamento de Caquetá: el piedemonte amazónico, uno de los lugares con mayor biodiversidad del planeta. En ACUICA –donde nadie resultó herido– se producen en cautiverio 10 especies de peces, tanto para el consumo como ornamentales, siendo la principal de ellas la Arawana, codiciada en los acuarios asiáticos. Pero ese es solo uno de los ángulos provechosos de la selva caqueteña, que hace que a muchas industrias les brillen los ojos.

En las márgenes de los ríos caqueteños, especialmente en los ‘chorros’, como se les llama localmente (montes que rodean a la capital departamental) crece, por ejemplo, el camu camu, un arbusto cuyos pequeños frutos rojos tienen la mayor concentración de vitamina C en el mundo. Lo sabía Alberto Fujimori, expresidente de Perú, por lo que, en su administración, comprometió su producción en la Amazonía peruana para vendérsela a Japón. El capirón o capirona, por su parte, es un árbol de durísima madera empleada por las más impor- tantes fábricas mundiales de raquetas de tenis. El delicioso copoazú, protagonista del amplio reparto de frutas amazónicas –también compuesto por el arazá, la cocona, el bacao, el yoco, la uva caimarona, la piña india y la cimarrona, entre muchas otras–, no solamente sirve para deleitar paladares. Las semillas de este fruto están también entre la lista de compras de los fabricantes de cosméticos, dadas sus propiedades para proteger la piel, lo que permite elaborar los más finos pintalabios y protectores solares. En fin, la lista es interminable.
Por todo lo anterior, gran parte de los 32 grupos de investigación de la Universidad de la Amazonía, con sede en Florencia, dedican sus mejores esfuerzos al estudio, la conservación y el aprovechamiento de ese patrimonio local: de los 7.100 estudiantes y más de 500 profesores con los que cuenta esta universidad pública –en sus 16 programas de pregrado y 10 de postgrado, entre ellas 4 maestrías–, una buena porción está ligada a las ciencias naturales.
Biografía florenciana
Los huitotos, ingas y coreguajes, entre otras etnias que habitaban la selva en el siglo XVI, vieron por primera vez piel blanca debido al empeño de los conquistadores españoles por encontrar El Dorado. Hernán Pérez de Quesada –hermano del fundador de Bogotá–, se bañó en las aguas del río Caquetá en 1541. Mientras observaba la selva tupida, daba instrucciones a sus escribanos para que relataran fantasías a los reyes españoles; cuentos protagonizados por amazonas, monstruos y nativos antropófagos para engolosinar la imaginación de la corona, que financiaba los viajes.

“El Dorado que encontraron no fue el oro”, explica William Wilches, director del Museo Caquetá, cuyas paredes resguardan gran parte de la historia del departamento en la Plaza Pizarro, centro dinámico de Florencia. “Fueron más bien los invaluables conocimientos ancestrales: las técnicas para elaborar canoas en madera, para extraerle el almidón a la yuca, o el uso de las plantas medicinales”.
Sacerdotes jesuitas y franciscanos también remaron hasta el piedemonte, abanderando la expansión católica. Su presencia es recordada en la segunda plaza más importante de Florencia, la de San Francisco de Asís, donde luego se erigió la Catedral Nuestra Señora de Lourdes.
Agustín Codazzi, el geógrafo de la milicia libertadora, fue a dar allá también en 1890, y atinó a predecir que el área sería objeto de explotación constante. Mientras el italiano censaba a 4.000 pobladores blancos y 50.000 indígenas, trabajaban como gorgojos los primeros grandes extractores que llegaron al Caquetá buscando la quina, el ‘palo de calenturas’.
El árbol que llora
Pero la colonización a la que se debe el mayor desarrollo y algunos de los más importantes traumas históricos locales fue la de la industria cauchera, que estableció en lo que hoy es Florencia un caserío llamado La Perdiz a finales del siglo XIX. Mientras en Londres el músculo de la Revolución Industrial demandaba materiales maleables y resistentes, los machetes de dos grupos de colonos –los Gutiérrez y los Pizarro– extrajeron el caucho durante una larga década. Aunque no fueron tan crueles como la Casa Arana de Perú, la página cauchera en la historia indígena es oscura.
De ello da cuenta la magna obra de José Eustasio Rivera, La Vorágine. Pero, sobre todo, así lo asegura Emilio Fiagama, líder de una maloca huitoto ubicada en Florencia, donde él y su comunidad velan por la conservación de las tradiciones ancestrales. El indio da bocanadas a un tabaco artesanal y hace que las nubes de humo se revelen en los delgados rayos de luz que entran por el techo de fibra natural. “Hace 100 años éramos 300.000 huitotos aquí”, dice, y explica que, tras el paso de la cauchera y otras colonizaciones posteriores, quedan alrededor de 7.400 miembros de su etnia en el piedemonte amazónico.

De la Toscana a la selva
El fraile Doroteo de Pupiales, nariñense y miembro de la orden de los capuchinos, ofició una misa el 25 de diciembre de 1902 en el asentamiento cauchero. El religioso tenía la idea de fundar allí un pueblo. Llegaba la hora de bautizarlo, así que preguntó: “¿Cómo le llamaremos?”. Los Gutiérrez respondieron primero: “Pues La Perdiz”. El propio cura propuso ‘Alvernia’, recordando a San Francisco. Pero luego se oyó: “¡Florencia!”. Era la voz de Paolo Ricci, un sonriente contador italiano, muy apreciado en la comuni- dad. Si bien con el consecuente asentir de los asistentes a la misa se fundó la ciudad, no fue sino hasta 1912 que se elevó a la categoría de municipio.
Claro, la colombiana no es la Florencia toscana de Miguel Ángel y Tiziano, aún cuando esta urbe de 157.000 habitantes también está bañada por un río –el río Hacha–, y cuando también se precia de contar con artistas influyentes en el arte regional colombiano, como el maestro escultor Emiro Garzón. Sin embargo, es también una población bella, pequeña –cualquier carrera intraurbana de taxi cuesta COP 3.500–, y llena de planes para un turista.
Bocados y paisajes
Después de parar en la maloca huitoto, en el Museo Caquetá y en Amazonía Fruits, un local donde se venden todo tipo de exquisitos confites amazónicos, hace falta asomarse en la plaza de mercado La Concordia. La gente no solamente acude a esta despensa gigante –un hermoso edificio de la década de los 40– para llenar el baúl del carro con los coloridos alimentos de la semana: cachama, pirarucú, bocachico, frutas amazónicas, verduras, ajíes, quesos y carne roja, entre muchas otras cosas. Los hombres también van a que un octogenario experto les arregle la barba, y las mujeres a comprar plantas medicinales o tratamientos naturales de belleza.
Para un ojo que aprecie la arquitectura está también el magno edificio Curiplaya, un Bien Cultural de Carácter Nacional que, después de haber sido hotel, emisora departamental y sede de la Alcaldía, es hoy el Palacio de la Cultura y las Artes de la Amazonía.
Pero tal vez la mejor manera de inmiscuirse en ‘la manigua’ –como se le dice a todo el andamiaje cultural y sensitivo amazónico–, es explorando el río Orteguaza en el ferry Marcopolo, que zarpa de Puerto Arango, muy cerca de la ciudad, y que flota durante un buen rato entre la selva. Ese es el corazón de un viaje a Florencia porque, no nos di- gamos mentiras, la manigua –y en últi- mas, la vida desbordada que contiene la Amazonía–, se absorbe con mayor placer descansando hasta el descaro en una hamaca colgada en popa. Y, aún más, si se disfruta mientras tanto de una cachama ahumada acompañada por una buena tajada de piña india.

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