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Lisboa: bacalao, sal y agua helada

  • Foto del escritor: Diego Montoya
    Diego Montoya
  • 4 nov 2016
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 2 feb


En la mesa lusa hay vikingos, monjas de convento, largas expediciones en velero y colonias en el trópico. Esta crónica nos enseña a preparar un plato insigne y, además, nos da un paseo por los íconos gastronómicos de la capital portuguesa.

Texto y fotos: Diego Montoya Chica

Esta es una lección de cómo preparar un verdadero bacalao lisboeta. Pero no cualquiera de las 365 recetas que dicen tener los portugueses para cocinar de manera distinta este pescado cada día del año. No: esta es la del Bacalhau à Braz, bautizado en honor al Senhor Braz, un mesonero de hace lustros en el bohemio Barrio Alto de Lisboa.

En primer lugar, mire a su alrededor. Observe el tranvía amarillo pintado con graffitis que se encarama por los rieles de una cuesta muy empinada: la Rua da Bica da Duarte Belo. Las fachadas que flanquean el vehículo a lado y lado son del siglo XIX y están roídas. La brisa salina les ha hecho mella además del tiempo, pues el río Tejo –allá al fondo, colina abajo–, se convierte en el Océano Atlántico muy cerca de aquí. Usted, que carga una bolsa desde el famoso Mercado da Figueira, ha reparado en un detalle todo el camino: el andén sobre el cual anda está hecho de bellos mosaicos de piedras irregulares negras y blancas.

Al pasar por frente al Restaurante As Zebras do Combro –la ‘tasca’ enchapada con azulejos azules donde usted probó ese bacalao por primera vez–, hace una lista mental del contenido de la bolsa: cebolla blanca, ajo, un manojo de perejil fresco, dos huevos, olivas negras, una papa grande y aceite de oliva con Denominación de Origen de la zona de Alentejo. “Muy mediterráneo—, piensa usted—. Y eso que estamos en el Atlántico…”. Así es. A pesar de que la mayoría de sus costas están bañadas por las frías aguas del Océano, Portugal tiene una tradición culinaria parecida a la mediterránea, esa que es tan cercana a la agricultura de ardientes veranos e inviernos amables, y que nunca satura el paladar con condimentos sino que, por el contrario, aprovecha al máximo frescura natural de sus componentes.

“La gran diferencia está en la calidad del peixe (pescado)”. Las palabras son de Evaristo Cardoso, septuagenario chef del restaurante Solar dos Presuntos. El hombre fue chef de la selección de fútbol portuguesa durante 20 años y parece sacado de la serie Los Soprano. “Recuerde que entre más fría el agua, mejor. Y el Atlántico es helado”. Su negocio, junto con la renombrada Cervejaria Ramiro, es un ícono del folclor culinario portugués. Al comensal lo recibe un tanque con enormes crustáceos vivos y paredes que sacan pecho con fotografías de diversas personalidades –Jeremy Irons, Cristiano Ronaldo, Lula da Silva, entre otros– quienes han acudido allí para comer las famosas pataniscas –frituras de bacalao– con arroz y fríjoles o el inigualable arroz de langosta y gambas. Al final, Cardoso suelta un consejo: “si quiere hacer el Bachalau à Braz, debe cortar las patatas muy fininhas”.

​¿Y el pescado?

Al llegar usted a casa, abra la nevera. Ahí descansa el protagonista de su cena desde hace 24 horas, desalándose en un bol lleno de agua. “Si el mar está tan cerca –se pregunta usted mientras drena el pescado y lo lava–, ¿por qué Portugal es el mayor consumidor mundial de bacalao conservado en sal?”.

“Las conservas son una tradición local que tiene cientos de años”, comenta Teresa Resende, propietaria del restaurante Porto Alfama, donde ofrece tapas conformadas por conservas de alta calidad: pulpo ahumado, atún de las Islas Azores, garbanzos con pimentón asado. Los portugueses siempre fueron navegantes de largo aliento. Tanto, que en la antigüedad llegaron a Macao, a América e incluso a Japón –a donde, se dice, llevaron la versión original del tempura–. Además, establecieron colonias de las que no solamente sacaron riqueza material sino también tradiciones alimentarias como el uso del piri piri, el picante. Con tanto viaje, debían conservar alimentos durante meses. “De esa tradición de conservas viene, precisamente, el Bacalao, que ni siquiera es de nuestras aguas”, asegura Teresa, quien en su carta presenta maridajes creativos con el vino de Oporto.

En el Siglo X, los escandinavos tocaron estas costas con un objetivo hostil: tomarse la península. Al ver la dificultad de la tarea, terminaron más bien por establecer un intercambio amable de bacalao, pez de aguas frías, por sal, abundante en Portugal. Tan fructífera fue la relación que Dinamarca tuvo dos reinas portuguesas, Berenguela y Leonor. Y el bacalao, que viajaba meses conservado en salazón, se convirtió en rey de la mesa lusa hasta el punto en que, hoy, es parte de la dieta brasilera.

Manos a la obra

Desmenuce el pescado cuidadosamente. Aparte, pele las papas para luego cortarlas muy finas, hasta que queden como en fósforo. Para quitarles el almidón, déjelas en agua un rato, drénelas y séquelas. Luego, fríalas en aceite de oliva hasta que queden doradas y resérvelas. Abra una de sus botellas de vino verde de la desembocadura del Río Miño y sírvase una copa. Note que tiene burbujas ligeras y que provee un ácido agradable.

A continuación, sofría la cebolla picada fina. Añada el bacalao y revuelva mientras se cocina durante tres minutos. Incorpore la patata, mezcle y retire del fogón, pues viene un paso vital: añada dos huevos enteros a la mezcla y agite, dejando que estos se cocinen solo con el calor del preparado. Agregue una manotada de perejil picado, sirva y decore con más perejil y las aceitunas negras deshuesadas.

Ya está. Ponga a sonar los melancólicos fados de Katia Guerreiro. Sirva otra copa, tome asiento y disfrute del sabor de Portugal.

El postre

Al lado del Jardim da Estrela, hay una pequeña repostería denominada Casa dos Ovos Moles em Lisboa. Una de sus dos dueñas, Filipa Cordeiro, describe el contenido del mostrador. “Esto es el queijinho dourado, con masa de almendras rellena de calabaza y yemas de huevo azucaradas –señala–. Esta otra es el Pudim Abade de Priscos. Tiene caramelo, vino de Oporto, grasa de cerdo y yemas de huevo. Y esta otra es yema de huevo con azúcar solamente”. ¡Todo con huevo! Allá en el siglo XV, las monjas en los conventos recibían los pagos de sus arrendatarios en forma de trigo, gallinas y huevos. Las yemas las empleaban para cocinar postres primero consumidos por clases altas y, tras la revolución liberal de 1820, por el pueblo. ¿Y las claras? “Para planchar”, comenta Filipa sonriente. “Es la misma historia de los Pastéis de Belém”.

Precisamente, el postre de su cena, rey de la repostería lusa. En la puerta de la tienda, que queda al oeste de Lisboa, junto al Monasterio de los Jerónimos de Belém, hay permanentemente una fila multicultural. Y adentro, los hornos trabajan frenéticos para sacar, si es temporada alta, 50.000 de estas tortas de hojaldre con crema inglesa todos los días. Usted pone dos de ellas en un plato, les espolvorea canela y azúcar pulverizada y retorna a su silla. El mordisco es tan rico que se siente culpable. Por la ventana se asoma la ciudad, que es como un libro pop-up, con sus edificios antiguos asomándose unos encima de otros. Canta Katia Guerreiro en portugués: “Lisboa caminó de lado a lado. Vio una corrida de toros. Luego bailó, bebió. Lisboa escuchó cantar un fado. Irrumpió la madrugada cuando ella se durmió”.

Recuadro

El de alta cocina

Lisboa es hoy un destino para experimentar alta gastronomía y José Avillez es la cara más fresca y exitosa del panorama. Este chef de 35 años tiene siete restaurantes y uno de ellos, Belcanto, está galardonado con dos estrellas Michelín. Su apertura más reciente es Bairro do Avillez, donde se ofrecen interpretaciones contemporáneas de la tradición lusa.

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