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Anotaciones ambientales sobre la turba

  • Foto del escritor: Diego Montoya
    Diego Montoya
  • 16 mar 2019
  • 3 Min. de lectura

Publicado en Revista Credencial, abril 2023


Las destilerías que elaboran whisky con notas ahumadas están presentes en las cinco regiones del whisky escocés, pero muy tradicionalmente en Islay, una isla con poco más de 3.000 habitantes en la costa suroccidental del país.

¿Cómo lo elaboran? Durante el proceso de malteado —una germinación controlada y parcial de la cebada—, queman turba y canalizan el humo hasta donde está el grano esparcido. Una serie de compuestos aromáticos —fenoles— se adhieren a él y allí se quedan incluso después de que la cebada se muele, se macera, se fermenta y se destila. Es increíble: el humo permanece en el líquido hasta pasada la maduración en barrica, que puede durar décadas.

La turba, sin embargo, es un combustible fósil, una suerte de tierra negra o lodo compacto resultante de décadas e incluso miles de años de degradación de materia orgánica. Está en el suelo relativamente superficial de las turberas, unos humedales muy comunes en el paisaje escocés, aunque se les ve en otras latitudes también.

Su extracción afecta el balance ecosistémico y libera gases de efecto invernadero a la atmósfera, dado que estos entornos son inmensas reservas de CO₂. Lo anterior suscita dudas ambientales, pero considero que sobre la mesa se deben poner dos grandes matices de contexto.

Primero, la industria del whisky está muy lejos de ser una gran explotadora ni la razón por la que las turberas están degradadas en Escocia. Lo están tras siglos de cortes por parte de comunidades para uso casero, pero mayoritariamente por la demanda del sector horticultor. La cantidad utilizada en el ahumado del grano es, en realidad, muy pequeña: 4 % de la extraída en Reino Unido para esos efectos en 2014, según las cifras más recientes citadas en el artículo The Peat Problem, publicado en Whisky Magazine.

Algunos van más allá —aunque aquí empiezo yo a desconfiar de posibles exageraciones—: en un video de la Edinburgh Whisky Academy, un investigador sostiene que la industria toma menos turba al año de la que se genera durante ese lapso de manera natural. Tocaría corroborarlo.

Lo que sí es muy diciente es que NatureScot, una agencia gubernamental de medioambiente en Escocia, incluye al uso para whisky dentro de la lista de beneficios, llámese servicios ecosistémicos, de las turberas responsablemente gestionadas.

El segundo matiz está en las medidas que el sector implementa para reducir su impacto. El primer punto misional de la Scotch Whisky Association (SWA) es “impulsar nuestra estrategia de sostenibilidad, trabajando con nuestra cadena de suministro para descarbonizar completamente la industria”, objetivo proyectado a 2040.

Para lograrlo, este regulador no solo monitorea las buenas prácticas de los productores —por ejemplo, la manera precisa en que se debe ‘cosechar’ la turba para propiciar la resiliencia del ecosistema—, sino que también trabaja de la mano de las autoridades públicas como la mencionada NatureScot, y de organizaciones de la sociedad civil.

Entre estas últimas está la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), que desarrolla un megaplán llamado Peatland Strategy 2040. Y los particulares no se quedan atrás: Beam Suntory y Johnnie Walker, para nombrar dos casos, tienen proyectos de restauración de turberas degradadas, a gran escala.

Aquí hay algo de fondo: las destilerías, sí o sí, van a incorporar la sostenibilidad en el corazón de sus estrategias. Es inevitable —menos mal— por dos razones: primero, por la ética básica que hoy se le exige a cualquier sector productivo. Y segundo, porque el futuro de su negocio depende de que haya con qué elaborar whisky. De ahí que no solo se proteja la turba, sino también el agua y la cebada.


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