top of page

El ‘conspirómetro’

  • Foto del escritor: Diego Montoya
    Diego Montoya
  • 28 feb 2022
  • 8 Min. de lectura

Por absurdas que suenen, las teorías de conspiración son más poderosas –y peligrosas– de lo que creemos. Las siguientes son las más recurrentes en las discusiones contemporáneas.


Texto e ilustraciones: Diego Montoya. Publicado en Revista Credencial de abril de 2020.

EN ESTADOS UNIDOS, la más reciente advertencia institucional acerca de los peligros asociados a las teorías conspirativas la hizo un memorando interno del FBI. El documento, que se conoció en agosto del año pasado, sostenía que algunas de esas hipótesis propagadas en plataformas digitales podían “motivar a extremistas domésticos a cometer actos violentos o criminales”. Con ello, los ‘federales’ reconocieron –de nuevo– la existencia de una amenaza interna de seguridad. No sobraba: a finales de 2016, Edgar Maddison Welch abrió fuego en la pizzería Comet Ping Pong de Washington D.C. porque, según él –y lo que había leído en internet– en ella operaba una red de pedofilia vinculada a miembros del partido Demócrata. Matthew Phillip Wright, por su parte, fue arrestado bajo cargos de terrorismo en 2018 tras bloquear una autopista en Nevada. Armado con un fusil y una pistola, el hombre dijo estar en una misión para obligar al Departamento de Justicia a revelar un reporte sobre el manejo interno que ese departamento le dio al escándalo relacionado con el famoso servidor de correo electrónico de Hillary Clinton. Pero el informe ya era de conocimiento público. Y en marzo de 2019, el neoyorquino Anthony Comello le disparó diez veces a un mafioso en plena calle para luego alegar, recién aprehendido, que tendría protección directa y personal del mismísimo presidente Donald Trump.


A los tres atacantes los unía algo: eran seguidores de QAnon, un cúmulo de conjeturas –o ‘culto digital’, si se quiere– según el cual el presidente Trump está purgando al mundo de una élite que no solo es poderosa sino también satánica y pedófila. Pero sus creyentes, fáciles de identificar en los mítines del presidente estadounidense –pues esgrimen la letra q en pancartas y camisetas–, no consiguen la información únicament en blogs anónimos u ocultos en la deep web. Pese a los esfuerzos de YouTube, Facebook y Twitter para que sus algoritmos no recomienden contenidos conspirativos a sus usuarios (en el último año, la fórmula de YouTube ha experimentado más de treinta cambios y Facebook contrata cada vez más a empresas especializadas en verificación de datos), las ideas promulgadas por QAnon y otras igualmente traídas de los cabellos siguen encontrando eco.


Uno de los difusores con mayor poder es Alex Jones, el tejano que dirige el portal ultraderechista de noticias y opinión Infowars.com. Jones es conocido por hipótesis cómicas –como que el agua potable está envenenada para causar homosexualidad– pero también por otras más ofensivas. En 2012, por ejemplo, puso en duda la masacre de la escuela primaria Sandy Hook, en la que hubo 26 muertos; muertos que, según él, eran actores al servicio de quienes querrían limitar el derecho de los estadounidenses a poseer armas de fuego.


La predilección de los ‘gringos’ por las explicaciones delirantes de la realidad no es exclusiva de la ultraderecha, naturalmente. La izquierda radical puede ser igualmente conspirativa, como lo sostuvo recientemente Paul Krugman, citando ejemplos, en una columna del New York Times en la que identificó delirios entre los seguidores de Bernie Sanders. Entonces, si a las conspiraciones no las mueve una dicotomía partidista, ¿cómo se explican?


La profesora de la Universidad de Washington Kate Starbird dice en varias de sus publicaciones que se trata de un “antiglobalismo” transversal y que algunos ciudadanos optan por explicaciones en las que alguien “hala los hilos” porque son más fáciles de entender que la realidad. Coincide con el escritor de legendarias novelas gráficas, Alan Moore (V for Vendetta, Watchmen): “Los teóricos de la conspiración creen en ella porque es más reconfortante. La verdad es más aterradora, nadie tiene el control”, dijo el británico alguna vez. Y por su parte, el historiador Richard J. Hofstadter, autor del libro de ensayos Paranoid Style in American Politics (1964), sostiene que se trata del incuestionable éxito del miedo en los discursos políticos.


Sea como sea, el mundo enfrenta hoy dos grandes coyunturas cuya discusión pública, si confiamos en la historia, debería ser protegida del fenómeno conspiratorio: la pandemia global causada por el COVID-19 y las elecciones presidencia- les de noviembre en Estados Unidos.


LAS CONJETURAS


ALGUIEN CREÓ EL CORONAVIRUS




Si las teorías de conspiración llenan vacíos de conocimiento sensibles en el ámbito público, y si, además, sugieren ‘culpables’ a quienes señalar, es importante resaltar el interrogante que persiste en relación con el covid-19: ¿dónde y cómo se originó? La revista Nature publicó el 17 de marzo un estudio en el que sostiene que el séptimo coronavirus conocido por la humanidad es de origen natural: “no es un constructo de laboratorio ni un virus manipulado a propósito”, reza el documento con toda claridad. Y aunque la ciencia no duda que el patógeno saltó de un animal a un humano en algún momento y en algún lugar del planeta, no se tiene certeza de que aquello haya ocurrido en el famoso mercado de alimentos de Wuhan, China, como indicaron las primeras suposiciones. En esa ciudad, no obstante, sí fue registra- da la primera infección.


Pero, en geopolítica, lo desconocido, lo ignorado o lo excesivamente complejo resulta útil y peligroso. Hace pocos días, Twitter borró un trino de Nicolás Maduro en el que el presidente venezolano replicaba tres artículos del médico Sirio Quintero, afín al régimen. En uno de ellos se lee: “El parásito intracelular ‘coronavirus’ es expresión de la más alta capacidad científica y tecnológica alcanzada por los núcleos de poder imperial en su prontuario bioterrorista con la liga de fábricas de armas bacteriológicas bajo la fachada de laboratorios de investigación”.


Y el pasado 13 de marzo, un portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino sugirió en Twitter: “Es posible que haya sido el ejército estadounidense el que trajo la epidemia a Wuhan”, y señaló a la delegación norteamericana que visitó esa ciudad en octubre para participar en los Juegos Militares Mundiales.


Los ‘gringos’ no se quedaron atrás: el senador republicano por Arkansas, Tom Cotton, lanzó a la discusión pública la posibilidad de que el virus hubiera sido creado en el Instituto de Virología de Wuhan. Asimismo, los dividendos que para empresas o Estados tenga el desarrollo de una vacuna, anhelada por la humanidad entera, son condimento para las conjeturas. Incluso Bill Gates –quien desde hace años alerta a la comunidad internacional sobre el riesgo que aún suponen las pandemias para la humanidad– salió salpicado: internautas sugirieron que él habría financiado la elaboración del patógeno mediante el Instituto Pirbright, dedicado a desarrollar vacunas.


Y no olvidemos las teorías religiosas. Así como en 1347 los europeos creyeron que la peste negra –que eliminó al 30 % de la población del Viejo Continente– suponía una venganza divina, los ejemplos similares sobre el COVID-19 abundan. Una de las cadenas que circuló en Colombia sostenía que Dios castigaba con el virus a las naciones donde el aborto había sido legalizado. Para posterior sorpresa de sus creadores, el virus no distinguió ideologías políticas e hizo mella en más de 200 países.


Finalmente, a la sicosis no contribuyen las coincidencias y predicciones esotéricas: en una novela de terror publicada en 1981 por Dean Koontz, uno de los personajes se refiere a un virus elaborado por órdenes del Partido Comunista chino, como un arma biológica. “Le llaman el Wuhan-400 porque fue desarrollado en sus laboratorios de RDNA en las afueras de la ciudad de Wuhan”, dice la narración. El texto de Koontz fue confundido con otro de 2008 escrito por la adivina Sylvia Browne, donde se menciona un virus que se convertiría en pandemia nada menos que en el año 2020.


LA TIERRA ES PLANA



Según la Flat Earth Society, nadie puede, realmente, percibir una curvatura en el horizonte de la Tierra, ni siquiera desde los aviones. El horizonte, de hecho, siempre se ubica al nivel de los ojos, algo imposible –dicen– en un planeta redondo. Cuando a un ‘terraplanista’ le muestran fotografías del globo terráqueo, alega que tanto estas, como los testimonios institucionales de la nasa y sus astronautas pueden bien ser falsos.


“¿Por qué alguien mentiría sobre la forma de la Tierra?”, se pregunta la misma organización en su página web, donde responde con tres hipótesis. Primero, para proteger una legitimidad en riesgo: según ellos, el Gobierno falsificó la llegada a la Luna tras darse cuenta de que la Tierra era plana y, desde entonces, se empeña en mantener la mentira. Segundo, para esconder “la verdad revelada en la Biblia”, y tercero –sin mayor explicación–, “por dinero”.


El argumento que más llama la atención es el de la física: “La teoría de la gravedad es falsa: los objetos, sencillamente, se caen”, alegan.


EL CALENTAMIENTO GLOBAL ES UN ENGAÑO



Replantear la producción de los bienes y la energía que suplen la demanda de las sociedades contemporáneas supone un riesgo económico que no muchos líderes mundiales están dispuestos a correr. Y pese a que hay evidencia suficiente para saber que la temperatura terrestre aumenta aceleradamente desde que las industrias humanas dispararon las emisiones de CO2, las hipótesis para desacreditar la realidad no aminoran.


Desde finales de los noventa, ‘lobistas’ como Myron Ebell –muchos de ellos financiados por compañías de energía– han posicionado la idea de que existen “incertidumbres importantes en la ciencia del clima”. Esto, sencillamente, abre la puerta a que la ciencia se ignore. En 2006, un profesor de Colorado aseguró que el calentamiento global era una causa política creada ante la falta de un enemigo de la talla de la Unión Soviética, y por su parte el documentalista Martin Durkin sostuvo, en 2007, que el cambio climático “es una industria multimillonaria global creada por fanáticos ambientalistas antindustriales”. Finalmente, John Coleman –cofundador del Weather Channel– dijo en 2014 que todo aquello era el “mayor montaje en la historia”, pues el hielo crecía en los polos y la población de osos polares aumentaba, aunque registros oficiales decían desde antes lo contrario.


El problema no son únicamente ellos: “El concepto del calentamiento global fue creado por y para los chinos, con el objeto de disminuir la competitividad de la industria manufacturera estadounidense”, reza un tweet de 2012, aún visible, escrito por Donald Trump, cuatro años antes de su elección como presidente de los Estados Unidos.


EL 11-S FUE UN “INSIDE JOB




En 2009, la teoría de que los ataques del 11 de septiembre de 2001 fueron, en realidad, una demolición controlada, fue sorprendentemente popular. El físico Steven E. Jones argumentó que el colapso completo de las torres no habría podido ocurrir únicamente por el impacto de los aviones ni por el incendio consecuente, por lo que, asume, pudo haber explosivos instala- dos previamente en los edificios.


Otras hipótesis son más directas en sugerir una colaboración interna: el teórico de la conspiración Mark R. Elsis sostuvo que NORAD –el Comando de Defensa Aérea– actuó tarde deliberadamente para asegurar que el ataque tuviera éxito. Además, el documental 911 In Plain Site (2004) sostiene que, según registros fílmicos, uno de los aviones tenía un objeto –posiblemente un misil– adherido al ala derecha, justo antes del impacto. Y el periodista Francés Thierry Meyssan sostuvo que el edificio del Pentágono no fue impactado por un avión, sino por un misil militar norteamericano.


Las más exóticas teorías, sin embargo, son dos: Morgan Reynolds, que trabajó para el Gobierno de Bush hijo, afirmó que no hubo siquiera aviones sino que estos fueron montados digitalmente en las imágenes. La otra es que todo fue obra del demonio, pues, supuesta- mente, la cara del mismísimo Belzebú se puede entrever en el humo que emana de uno de los edificios recién impactados.


EL HOMBRE NO LLEGÓ A LA LUNA



La Guerra Fría dio para todo: las superpotencias en pugna acumulaban tanto poder y se mostraban tan fuertes militarmente que el mundo entero les confería a Estados Unidos y a la Unión Soviética un halo cuasi religioso. Por eso, se ha especulado mucho sobre si sus publicitados logros fueron todos fácticos o si, por el contrario, fueron estratagemas de mercadeo geopolítico. En 1976, el norteamericano Bill Kaysing publicó un primer libro llamado Nunca fuimos a la luna al que le siguieron decenas de documentos elaborados por periodistas, documentalistas o fotógrafos cuya tesis era siempre la misma: después de que, en 1957, los soviéticos pusieron en órbita el primer satélite –el Sputnik–, la Casa Blanca se quiso anotar un gol mediante la falsificación de un mayor logro aeroespacial. Especialmente en la misma década en la que los ‘gringos’ sufrieron dolorosos procesos sociales: la Guerra de Vietnam llevaba ya un camino andado y habían asesinado nada menos que a John F. Kennedy, quien había soñado con lograr el alunizaje. Todas estas teorías –junto con las seudocientíficas que desacreditan las fotografías tomadas y el equipamiento utilizado en las misiones– han sido rebatidas por la ciencia.



Comments


bottom of page