Joaquín Phoenix, entre la risa y el llanto
- Diego Montoya
- 9 mar 2022
- 8 Min. de lectura
Actualizado: 2 feb
El actor puertorriqueño acepta sus papeles exclusivamente si el guion está a la altura de su talento. Sin embargo, el paso al Olimpo de los genios lo dio solamente con Joker, una película que relativiza la maldad. Revista Credencial hace una radiografía de su papel de la mano del dramaturgo Fabio Rubiano.
Publicado en Revista Credencial
UNA DE las cosas más valiosas de la tragedia griega es que les recordaba a los ciudadanos de la Antigüedad que quienes violaban la ley común o cruzaban los límites de la ética más básica –el de no matar, por ejemplo– eran, en realidad, difíciles de juzgar. A ojos de la dramaturgia, los victimarios no siempre estaban motivados por la maldad: Medea, por ejemplo, comete la monstruosidad de matar a sus propios hijos, pero se va del escenario habiendo recogido uno que otro gramo de empatía por parte del público, pues además de haber sufrido una odiosa traición, la mujer también era presa de una cultura patriarcal opresiva –en esto último insistió Eurípides, como si se tratara de una denuncia contemporánea–.
Por su parte, Edipo se da cuenta de que, en el pasado y sin saberlo, ha tenido relaciones sexuales con su propia madre y ha asesinado a su padre. “¡Qué aberración!”, reacciona el público. Pero no reacciona así del todo: Sófocles se asegura de que también a ese personaje lo cobije un ‘consuelo de bobos’, pues, habiendo ignorado lo que él ignoraba en el momento de sus crímenes, quizás la mayoría habría actuado de la misma forma. Y como los arquetipos y principios narrativos se transmiten entre generaciones de escritores, también los dramaturgos contemporáneos cuestionan los que, se cree, son valores universales. Pensemos nomás en Lars von Trier: el danés –que, de hecho, hizo una versión de Medea previa a sus días del Dogma 95– hace que los crímenes de sus personajes sean comprendidos en la emoción, casi hasta justificarlos. El público de Bailarina en la oscuridad (2000) y Dogville (2003) ruega para que sus protagonistas, humilladas, torturadas con morbo, opriman el gatillo sea por venganza o por mera supervivencia.
Ese relevo lo tomó la dupla del actor Joaquin Phoenix y el director y coescritor Todd Phillips, quienes con su Joker (2019) –y pese a que para Anthony Lane, del New York Times, el filme es un “manifiesto miserabilista”–, arrasaron en la recién terminada temporada de premios cinematográficos, incluyendo aquellos promovidos por críticos o actores. Tanto de Phoenix como de Phillips es el éxito de esta producción revisionista del origen del Guasón, el psicópata que tradicionalmente antagoniza a Batman pero que, en este guion, le planta cara nada menos que a las injusticias de una sociedad ficticia –Ciudad Gótica– sospechosamente parecida a la contemporánea.

Es posible que Phoenix haya echado mano de sus propias experiencias para construir al personaje de Arthur Fleck, así como el del resto de hombres que se presentan rotos en su filmografía, presas de turbulencias mentales y emotivas: el conflictuado sacerdote en Quills (2000), por ejemplo, así como el desequilibrado Cómodo en Gladiador (2000), el adicto Johnny Cash en Walk the line (2005) y el retorcido líder espiritual de The Master (2012), entre otros.
¿Cómo no caer en la tentación de creer que los sufrimientos del actor puertorriqueño terminan registrados por el lente, si en su pasado hay material de sobra? A los 19 años fue testigo de la muerte por sobredosis de cocaína y heroína de su hermano River, también actor, momento del que sobrevive una espeluznante grabación de cuando Joaquin llamó al 911. Y mucho antes de eso –incluso antes de su primer filme, Space Camp (1986), y de llamar la atención de la crítica especializada con su participación en Todo por un sueño (1995)–, el niño se llamaba Joaquin Rafael Bottom. Era el tercero de los cinco hijos de Arlyn y John, miembros de Los Niños de Dios, una secta disuelta en 1978 luego de que se le denunciara por promover prácticas de pedofilia. Las misiones que la familia realizó en Puerto Rico, primero, y después en Venezuela, estuvieron marcadas por la escasez. Según el investigador Maxim Furek en su libro The Death Proclamation of Generation X, la familia en Caracas “vivía en la pobreza. Dormía en una choza sin baño. El paraíso tropical que les rodeaba era un tugurio lleno de ratas”. Los Bottom se bautizaron ‘Phoenix’ una vez despertaron del letargo dogmático de su culto y regresaron a los Estados Unidos.
Pues no: contrario a lo que se cree, no es necesario que un intérprete eche mano de sus propias emociones para transmitirlas exitosamente en su papel. “Si un actor o actriz necesita de ese componente, bien pueda. Pero, en realidad, cualquier ser humano puede sentir. Lo que requiere de muchísima técnica, de horas, meses de ensayo, es transmitirlo”, dice desde su oficina en el Teatro Petra, de Bogotá, el actor y dramaturgo Fabio Rubiano. Revista Credencial le solicitó al creador y di- rector de la laureada obra Labio de liebre que viera el Joker una segunda vez con el propósito de analizar la interpretación de Phoenix. Este es el resultado.
El gesto contrario
Los subtítulos para sordos describen lo que sucede en la pantalla cada vez que el depresivo –y deprimente– Arthur Fleck es presa de su condición neurológica de risa involuntaria: “[Laughs tearfully]” (ríe en llanto). “Se trata de trabajar una emoción con su gesto opuesto”, explica Rubiano. “Es la ‘risa dolorosa’ o ‘risa patológica’ y ocurre cuando, por ejemplo, veo a mi hijo muerto y estallo en carcajadas: estoy sufriendo, pero utilizo el gesto contrario”, explica Rubiano. “Claro está que no lo transmite él solo: el contexto nos explica que su risa no proviene de la alegría. Pero, de cualquier forma, no es nada fácil llegar a tener dos gestos en uno solo (...). Es un recurso frecuente en las películas de Michael Haneke: en Benny’s Video, por ejemplo, el asesino es un niño con un aspecto angelical”.
La escena climática del filme es una entrevista que a Fleck le hace el anfitrión de un típico talk show norteamericano, interpretado por Robert De Niro. “Él la está pasando pésimo, pero no tiene gestos que lo indiquen literalmente: ni llora, ni tiene cara de angustia”, explica el dramaturgo. “Pero uno lo sabe tanto por el contexto como porque él encuentra el gesto preciso. Y lo hace frente al ‘monstruo’ que es De Niro, quien, además, ya tiene su personaje trabajado desde El rey de la comedia (1982)”. Es verdad: la voz aguda de Fleck, ya empoderada entonces por sus previos desahogos, deja entrever una rabia que, aunque sutil, ahí está.
Uno de los rasgos de un buen director es que, en vez de buscar obsesivamente su propio sello en cada detalle –cosa común en la inexperiencia y el ego–, deja que las fuerzas que confluyen en el rodaje desarrollen su potencial con espontaneidad. Todd Phillips aseguró en una entrevista que el baile que realiza Fleck tras perpetrar un primer asesinato y esconderse en un baño público nació en pleno rodaje, sugerido por Phoenix. La cámara acaricia las manos, brazos y piernas de Arthur mientras él, iluminado por una horrible luz fría y verdosa, las mueve como si estuviera haciendo Tai Chi. Un descanso por fin, una fuga necesaria para la presión, un escape que, tal vez, es producto del asesinato perpetrado. Matar para calmarse: conceptos disonantes. Gestos contrarios.
La evolución de una víctima
Para Rubiano, el contexto descrito en el guion está lleno de “provocaciones” a las que el personaje –y en últimas, el actor, la herramienta más importante para la producción– responde acertadamente. Esas provocaciones son la pobreza, la inseguridad urbana, la tortura sicológica y física que deviene en serios problemas mentales, y la vulnerabilidad causada por el abandono del Estado, que recorta los pocos beneficios de seguridad social que tienen sus ciudadanos. “Además, hay un componente melodramático: el tipo es hijo de la empleada y del millonario que no lo reconoció. ¡Es una telenovela!”, bromea Rubiano, quien luego hace hincapié en la cereza del pastel en este cúmulo de desgracias contextuales: el bullying, que viene en forma de burla pública, de antipatía e incluso de tortura física y psicológica por parte de los matones de turno. Fleck es ese desgraciado al que todo le ocurre. Incluso es feo hasta el punto en que quien vea la película siempre recordará, con repelús, el espeluznante plano de su espalda desnuda según forcejea con un zapato.
“Lo más importante de la creación de un personaje, tanto para teatro como para televisión o cine, es lograr que este sea recordado. Y, para generar esa sensación, se debe lograr que el espectador esté a su favor”, dice Fabio, y luego le echa una mirada al arco dramático sufrido por el personaje, su evolución a lo largo del filme. “A este le pasan tantas cosas que cuando comete un crimen es como si dijera: ‘yo realmente no hice nada, a mí me obligaron’”.
¿Por qué somos empáticos con su violencia? Primero porque, como hemos visto, la dramaturgia logra demostrar que, en la vida, la mayoría de valores no son universales sino culturales, así esto último sea insumo para desgastantes debates. En Arthur no hay maldad, pues aquello no existe en la construcción de un buen personaje, o por lo menos no de manera gratuita. De hecho, el hombre es tradicionalmente ‘bueno’, pues sus pulsiones originales son las de todo el mundo: vivir, amar, ganar dinero sin hacerle daño a nadie. “Se vuelve el ‘malo’ faltando pocos minutos para que se acabe la película”, sostiene Fabio, refiriéndose de nuevo al arco. “Uno quiere que sea antes, pero su evolución es pausada”. Los personajes transmiten la trascendencia de sus conflictos cuando cambian sus gestos, reacciones, decisiones y actitudes, justo cuando creemos conocerlos.
La segunda raíz de nuestra empatía reside en que el personaje es verosímil, concebible, natural como producto de las provocaciones mencionadas. Estas producen su fragilidad física y su manera temerosa de moverse, que es como el de un perrito torturado al caminar y como el de uno en pánico al correr. Producen sus ojeras, la textura opaca de su piel, su hablar atropellado, su compulsividad con el cigarrillo y el peor de sus males: su enfermedad mental.
El arco termina en una especie de triunfo para Arthur, que se convierte en un símbolo político. Pero eso ocurre en la orilla del personaje. En la del actor, la de Phoenix, el triunfo no es el de haber llenado los zapatos de Jack Nicholson y del fallecido Heath Ledger, dos Jokers legendarios, sino el de haber cambiado esos zapatos del todo, en haberlos construido de cero y con premisas diferentes.
Los cinco más grandes entre 35 papeles previos
2001: Quills. Por su papel como el Abbé de Coulmier ganó el Mejor Actor de Reparto de los Premios de la Crítica Cinematográfica. Su talento no fue opaca do por el gran Geoffrey Rush, que hizo el papel del Marqués de Sade.
2001: Gladiador. Nominado al Oscar por su papel de Cómodo. Fue el que globalizó su fama. Un dato: Jack Gleeson, que interpretó al Rey Joffrey en Juego de Tronos, se inspiró en este papel de Phoenix para hacer bien su tarea.
2006: Walk the Line. Su interpretación del cantante de folk Johnny Cash le significó un Globo de Oro y una nominación al Oscar. La que ganó este último fue su compañera de set, Reese Whitherspoon, en la categoría de Mejor Actriz.
2013: The Master. Paul Thomas Anderson (There Will be Blood, Magnolia, Boogie Nights) dirigió esta puesta en escena sobre Freddie Quell, un veterano de guerra traumatizado que se une a un movimien to filosófico llamado La Causa.
2014: Her. La película más hipster de la historia, dicen muchos. No solamente porque parece filmada toda con filtros de Instagram, sino porque en ella un hombre se enamora de un sistema operativo. El director y guionista, Spike Jonze, ganó tanto Globo de Oro como Oscar por su escritura.

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