top of page

Kriol Myuuzik: Así suenan San Andrés y Providencia

  • Foto del escritor: Diego Montoya
    Diego Montoya
  • 12 feb
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 25 feb

¿Incluye usted al reggae, al calipso y al chotis entre los ritmos del folclor colombiano? Credencial estuvo en el archipiélago y atestiguó que ese patrimonio es tan rico como es desconocido al interior del país.


Por Diego Montoya Chica

Publicado en Revista Credencial, diciembre 2024.


El Creole Group ha sido una de las bandas más comprometidas con la preservación de la cultura musical del archipiélago.
El Creole Group ha sido una de las bandas más comprometidas con la preservación de la cultura musical del archipiélago.

MEA CULPA. Llevo un montón de años haciendo periodismo cultural, obsesionado con que los colombianos nos demos cuenta, de una vez por todas, de que vivimos en uno de los países culturalmente más ricos del mundo. Y de que —dándome cierta licencia comparativa— la música es a Colombia lo que la gastronomía es a México. Pero es que en ese empeño para que mis lectores vean cuán increíble es que en los Llanos se toque arpa como allí se toca, con morichales y osos hormigueros de fondo; para que perciban cómo la marimba de chonta es mágica y suena un poco como el agua; para que honren a la cumbia como el ritmo madre que es para toda América Latina, entre tantas otras cosas, frecuentemente paso por alto visibilizar otra rama patrimonial que es tan colombiana y particular como las demás: la del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. La de la mandíbula de caballo que allí se usa como un instrumento de percusión, y la de la tina que, dispuesta boca abajo y con una cuerda amarrada a un mástil en su panza, reemplaza al bajo en las bandas tradicionales de calipso, por nombrar un solo género.

Ese olvido me pesa un poco. Ahora lo sé tras mi primera visita a las islas, a las que fui invitado por el Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá, que a final de año suele organizar una gira por varios destinos colombianos en alianza con Fontur. Lo hacen para que los periodistas seamos testigos de la espiritualidad humana según los códigos de nuestra música regional, pero también para que demos a conocer aquellos destinos que merecen la atención del turista. Y ahora que regresé a Bogotá, lo reafirmo desde un trancón imposible y bajo un aguacero bíblico: el archipiélago es una joya opacada por la distancia.

Y no me refiero a los más de 700 kilómetros que separan la Costa Caribe de las islas. Que sí, es cierto: el archipiélago está muchísimo más cerca de Nicaragua que de Colombia continental. Pero lo veo más como una distancia por invisibilización; por desintegración entre territorios. “Es que la música tradicional colombiana también incluye jumping polka, waltz, mentó..., pero la gente no tiene ni idea”, me comentó el gestor cultural y músico Paul Jiménez, quien goza el privilegio de las dos perspectivas: es bogotano, pero migró hace más de 10 años a Providencia, donde incluso habla creole con los locales: consideró que aprenderlo era un acto de respeto por los raizales que le dieron la bienvenida.

  “En Bogotá, en el colegio, nos mostraban un mapa en el que las islas aparecen grandísimas frente a la costa, pero en realidad están muy apartadas y son pequeñitas. Nos dijeron que Colombia limita únicamente con Panamá, Venezuela, Brasil, Ecuador y Perú, pero resulta que también lo hace con Gran Caimán, Nicaragua, Honduras, Costa Rica y Jamaica”. La sensación de distancia es acentuada por el hecho de que San Andrés y la Colombia continental no comparten un mismo relato como excolonias: los peregrinos británicos fueron los primeros europeos en asentarse allí —después de los indígenas misquitos, que venían de Centroamérica— y en dejar una huella. No fueron los ibéricos. La religión ‘conquistadora’ fue la de esos protestantes, y no el catolicismo, por lo menos no entonces. Y el influjo afro, que es producto de la descendencia de esclavos llevados por los colonos hasta allí, es mucho más preponderante que en las ciudades andinas colombianas. “Aquí hemos recibido presidentes y esposas de presidentes que se ofenden porque alguien quiere cantar el himno en creole”, recuerda Paul, quien toca en la banda Kiwanga, y luego me aconseja: “Para hablar de música local, deberías visitar a Job Saas, de The Rebels, una banda que fue importantísima, de reggae, en San Andrés. Además, es el creador y líder de las Caribbean Nights, un espacio abierto al público, una vez a la semana, para que se conozca y se preserve la cultura musical isleña, lejos de los movimientos masivos de la música urbana y del reguetón”.

 

EL MOTOTAXI

 

Tras negociar con el conductor, tomé un mototaxi desde el centro urbano de San Andrés hasta la finca de Job Saas, que queda al otro lado de la isla. Con una mano en el hombro derecho del mototaxista y la otra fracasando al hacer videos con el celular, noté que las fachadas de la arquitectura isleña hablaban mucho más del gran Caribe que del Caribe colombiano: los frentes cubiertos con tablones de madera horizontales —sobrelapados para que el agua ruede, algo tan típicamente anglo— no repetían color con el vecino. Además, con sus barandas ornamentadas con palos en patrones cruzados, esas casitas parecían estar en mejor estado que las de cemento: ¿quizás el salitre trata mejor a la madera que respira? Las de pañete tenían la pintura descascarada, cosa encantadora también. Y alrededor de todas ellas, la brisa zarandeaba el bosque seco tropical, el mismo que primero vi escaso en la ciudad, pero que luego, fuera de ella, era frondoso y tupido.

  Tras unos 25 minutos de trayecto, los últimos 10 a orillas del mar de los siete colores —que se percibe mayoritariamente limpio, contrario a lo que sucede cerca de Cartagena o Barranquilla—, el conductor me dejó frente al letrero de madera: “Paradise Farm”. Y unos pasos más allá, me recibió Job en el cobertizo con tarima, equipos de sonido, mesas y bar donde cada viernes se celebra el Caribbean Nights. “Lo colombiano es casi que solo en la cédula”, sentenció el hombre, su melena resguardada en un gorro rastafariano. “El sentimiento local es afrocaribeño: desde Jamaica y otras partes de esta región vienen aquí y se sienten como en casa, y nos ocurre a nosotros igual si vamos hasta allí”.

  Saas vivió durante años en Cali, Medellín y Bogotá, y le consta que en esas ciudades no se conoce su patrimonio sonoro. “Hay muy poca circulación de nuestros artistas en Colombia y eso tiene que ocurrir para que nos conozcan más a los isleños. Estamos muy retirados, y el costo de transportar grupos de ocho o 10 personas es demasiado alto. Nosotros hacemos el esfuerzo, pero es difícil”. Y hace hincapié en otro gran clamor, que tiene que ver con el sistema de educación para el arte en la isla: “Los músicos somos, aquí, una familia pequeña que lucha contra viento y marea. De hecho, tenemos dificultades encontrando instrumentistas porque son escasos: un pianista puede tocar en tres, cuatro bandas. Necesitamos que haya más formación, más educación musical. Hay una casa de la cultura, dos, pero funcionan muy precariamente. Deberíamos tener nuestra propia universidad de bellas artes”. Es la voz de un portador de tradición que ve cómo esta última sufre, o cambia, con cada transición generacional, pero también con el influjo migratorio a la isla. “Tenemos un problema de sobrepoblación que no solamente afecta al ecosistema. La gente que llega no aprecia lo nuestro. Hacemos eventos y la gente no viene, sino que se queda con su cultura de afuera”. Y concluye con la nostalgia de quien ha visto las sociedades cambiar: “No respetan los semáforos”.

 

LA PLAYLIST

 

La música propia del archipiélago se puede escuchar en vivo en las Caribbean Nights de Job Saas en Paradise Farm, pero también en la ciudad: en grandes hoteles como el Sunrise y El Isleño; en bares como Bocca de Oro. En Providencia, donde predomina el creole, Paul Jiménez recomienda dos playas principales: South West Bay y Manzanillo donde, dice, los viernes y los sábados hay música a la luz de la fogata. También un restaurante que se llama Caribbean Place.

  Tanto él como Saas describieron la música más típicamente sanandresana desde su configuración instrumental: los conjuntos más autóctonos suelen contar con la quijada de caballo, que se golpea y se frota de manera que los dientes cascabelean. “No es fácil conseguir una buena", me comentó Job. "Aquí hay una señora que las vende, pero que debe viajar por otras partes del país para conseguir las buenas. Parte de su proceso de preparación consiste en enterrarla para que los gusanos hagan su trabajo de limpieza”. El músico raizal también describe la tina: “Es un elemento que se usa en la cotidianidad, por ejemplo, para lavar la ropa. En las bandas, suele reemplazar al bajo”. Además de lo anterior, son claves la guitarra acompañante, la mandolina que puntea melodías y, finalmente, las maracas.

  Y hay una curiosidad que no se nota de inmediato: no hay tambores, cosa extraña en la afrodescendencia. Una de las personas que me explicó la razón fue Julia Martínez, la soprano que le dedicó su voz al gospel, una de las dos herencias musicales del cristianismo desde el sur de los Estados Unidos, muy común en las iglesias bautistas de las islas. La otra gran herencia de esa rama son los Negro Spirituals, no nacidos en templos, sino en plantaciones de algodón, y más enfocados en el antiguo testamento. Al final de un recital de gospel que ofreció en la Casa de la Cultura, Julia me comentó que, antaño, los religiosos blancos habían prohibido los tambores por considerarlos demoníacos. “Y sí: ¡necesitamos más interacción con el resto de Colombia!”, insistió también ella.

  Esos géneros religiosos son una de las ramas de la música local. Job y Paul añadieron otras dos: por una parte, la de los que son identificados como “bailes de salón”, que son particularmente sanandresanos: el foxtrot, el chotis, el cuadril y el mentó, entre otros: herencias europeas adaptadas a la instrumentación y sensibilidad rítmica local. Y por último, las apropiaciones de ritmos nacidos en otras islas del Caribe: el reggae, claro está, pero también el calipso, el zouk, el mode up, el afrobeat e incluso el urbano local.  ¿Cuántos conoce usted de toda esa lista?

  Termino de escribir esto tras haber estado una semana escuchando, en bucle, una playlist “oficial” que es producto de un trabajo de promoción logrado gracias, en parte, a la gestión de Job y de Paul. Se llama Kriol Myuuzik for the World, porque así se bautizó la categoría “sombrilla” para todo trabajo musical del archipiélago: Kriol Myuuzik. Cualquiera puede encontrarla en plataformas, junto con un documental asociado. Y seguro sentirá lo mismo que yo sentí y que quiero seguir sintiendo: brisa atlántica —así se esté en los Andes— y calor en el alma.



Comments


bottom of page