La paz se teje a pie: aprendizajes tras 10 días de "echar pata" en Escocia
- Diego Montoya
- 29 ene
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 2 feb
Este texto puede pasar por una crónica de viaje a las Highlands Escocesas, pero lo que pretende, en realidad, es describir al detalle lo que le ocurre a la mente y a las emociones cuando caminamos durante varios días en el campo

Por Diego Montoya Chica
Publicado en Revista Credencial
UNO
YO SÍ QUE CONOCÍ LA PAZ. Gracias al azar, soy parte de una generación bisagra cuya niñez fue de madera y de papel. De caritas somnolientas iluminadas por las últimas llamas de una hoguera adormilada, cuando en nuestra casa se iba la luz. Por mucho, mi padre osaba interrumpir la calma al prender su radio de pilas: por esos días nacía La Luciérnaga y entonces los chistes chimbos pero entrañables del programa, con sus carcajadas en A.M., se mezclaban con el craqueo del fuego y el arrullo de la lluvia.
En esa época, nadie se enteró —porque aún no debíamos divulgarlo todo ni creíamos que a alguien le interesara— de que una gota de tinta había arruinado mi último dibujo a plumilla, uno al que le había dedicado un rato largo de verdadera soledad. Qué fértil que era ese ensimismamiento frente al escritorio simple pero eterno que había heredado de mi hermano mayor, y él, a su vez, de mi madre.
El dibujo mismo era producto de esa paz: de los viajes mentales que, por tener tanto tiempo a solas, lograban llevarme tan lejos como me diera la gana. Hasta la noche gélida en la que una legión de demonios a caballo preparaba el asedio a un castillo de piedra, por ejemplo. Juro haber sentido la angustia que palpitaba muros adentro; juro que escuchaba los bramidos de las bestias y los golpes metálicos de un arsenal invisible entre la tela negra y muchos ojos rojos.
Frente a un pedazo de cartulina y con plumilla en mano, de repente aterrizaba yo en Syldavia, la nación de Europa oriental que Hergé imaginó únicamente para que Tintín, Milú y el capitán Haddock se enredaran en los líos de la Guerra Fría. También podía yo caminar orondo entre los integrantes de la banda Queen, según ofrecían un concierto multitudinario: para mí, sus canciones no eran solo rock, sino una manera de sentir la vida. Y como el tiempo era análogo, el domingo le decía uno al teléfono atado a la pared: “¡Listos! El viernes te llego entonces a las cinco con la guitarra”. Y así sucedía, sin más.
No hay generación con exclusividad sobre la nostalgia, pero es que la mía, la de los millennials tempranos que ya tienen una que otra cana, vivió su adolescencia en el mundo inmediatamente previo a la era digital. Poco después de que salimos de niños, se comenzaron a meter las microcámaras en cada bolsillo. Empezó el barullo del minuto a minuto —el del país, el del mundo entero— en cada espacio personal. Escaló la batalla entre titulares por agarrarnos el pulgar. Los zumbidos invadieron la mesa de noche y el universo se convirtió en un relato hecho por mercaderes, en audio y video, para cada uno de los pasajeros de un Transmilenio atiborrado.
E-mails, YouTube, WhatsApp, Instagram, Facebook. Geolocalización en tiempo real. El Tiempo, El Espectador, Cambio, La Silla Vacía, The New York Times. La vida electrónica nos engolosina con una identidad grandilocuente: nos hace sentir importantes. Pero ojo, que la cosa nomás es simulada. Si se lo permitimos, todo ello reemplaza la experiencia vital de manera directa, el vivir a escala natural. Reemplaza la intimidad verdadera. Admitámoslo: beberse el coctel digital de hoy abruma y no es raro que, a veces, nos quede grande.
DOS
No estoy en un páramo colombiano, pero por momentos sí me siento allá. Es posible que sea por la ausencia de árboles en estas colinas rocosas, salpicadas de pasto en verdes grisáceos y de liquen ocre. Como en Chingaza, no son tantos los arbustos más altos que la hierba misma —aunque sí más gruesos— y la plantas no piden atención con excesivo color: lo más osado en el panorama quizá es el lila de las flores del cardo, con ese extraño aire prehistórico que tienen, siempre siendo abordadas por algún abejorro con sobrepeso.

Esa flor esférica es omnipresente, y no porque sea tan abundante en el paisaje, sino porque es la planta nacional de Escocia y entonces está hasta en las monedas. Pero, además, porque inspiró el logo de la West Highland Way, el camino que desde hace siete días recorro a pie a razón de 18 kilómetros por jornada, en promedio. El símbolo es una abstracción geométrica del cardo y está tallado en los postes de madera que aparecen cada que uno tiene alguna duda acerca de por dónde continuar: si se debe voltear hacia un sendero de pasto pisado que bordea una cerca de piedras cubiertas de musgo o si más bien hay que seguir derecho hacia el prado de enfrente, cruzando el portón metálico que rechina al abrir y que mantiene al margen a esas ovejas de allí. Las que, a diferencia de las colombianas, tienen cuernos y la cara negra, pero que —como las colombianas— cagan en bolitas agrupadas.
Envuelto en una ventisca, me detengo y miro atrás hacia el camino recorrido. Con el paso de los días, he atestiguado los cambios graduales en el ecosistema circundante. Allá abajo, en Milngavie, donde comenzó el trayecto —un pueblito al norte de Glasgow cuyo nombre se pronuncia “milgái”—, todo era “la Comarca” de Tolkien: las colinas eran boscosas y las flores fragantes, en especial las Queen Anne’s lace, que son las de una zanahoria salvaje y que huelen a miel y a madera, con un toque medicinal. Pese al peligro de dar con alguna ortiga, toqué siempre los arbustos del borde del camino, como si este fuera un túnel de fanáticos saludando a un equipo de basquetbol: mi ratico íntimo de fama.
Allá abajo no vi unicornios —el animal nacional, fíjense ustedes— pero sí le seguí el vuelo a unas urracas de canto gutural y metalero. Vi gaviotas con su ceño fruncido que me recordaron la proximidad del mar, e incluso se nos acercó un petirrojo europeo: lo hizo a brincos cuando mi pareja y yo tomábamos las onces sobre un tronco caído a orillas del lago Lomond.
Entre robles tan retorcidos que parecían diseñados por Tim Burton, vi diminutos ratoncitos de monte, mariposas y babosas por montón… Así es la vida que brota en el verano escocés. Aunque de verano pocón, pero es lo que hay aquí, en la vecindad del Polo Norte, donde el mes de julio es de paraguas y bufanda así los locales enloquezcan en pantaloneta gracias al único rayo de sol que logra colarse entre las nubes, que a veces parecen de concreto. Ahora mismo —es extraño pensarlo—, la gente se achicharra en el desierto de Sonora y en el Mediterráneo.
Allá abajo —en Drymen, en Balmaha— empezó a entrarme en el “coco” una lección que ya tengo más o menos clara aquí arriba. Y digo “arriba” porque realmente nos hemos encaramado hasta las tierras altas del heroico bandido Rob Roy —“altas” por no estar al nivel del mar, pero son en realidad bajitas—. Antaño, aquí cada clan tenía su tartán distintivo, la tela con la que aún elaboran los kilts y otras prendas. Aquí, en “los años mil seiscientos”, ocurrió la masacre de Glencoe que inspiró el capítulo de La boda roja, uno de los más sangrientos y dolorosos episodios de Game of Thrones. Aquí también se rodó la famosa escena escocesa de Skyfall, una de las películas de James Bond, con el actor Daniel Craig. Y fue en este paisaje donde las comunidades locales se atrincheraron contra el ímpetu expansionista de los ingleses, con quienes Escocia comparte la gran isla.
TRES
La lección aprendida es esta: para regresar a la paz de antaño y que a veces se me esfuma entre la pantalla táctil, no necesito más que caminar. Caminar por el monte, y no durante una horita o dos, sino a lo largo de una semana entera; no a lo largo del kilómetro que separa mi casa del paradero del bus, sino más bien avanzar 100: toma tiempo y distancia ir desconectándose poco a poco, y abandonar el miedo a perderse la movida de cualquier catre.
Tengo descargados tres podcasts en un celular que mantengo en modo avión. Todos los considero interesantes: un par de política y otro sobre whisky. Aun así, no tardo en darme cuenta de que están bien para un ratito, pero que luego no necesito más sonidos que el “crach-crach” constante de mis propios pasos sobre el camino pedregoso, el “ss-ss” del roce de la tela sintética de mis pantalones de senderismo —los que he llevado puestos todos los días desde que salimos—, y el “huuuu-hu” del viento que me golpea las orejas. No es silencio: es el mundo real. Lo condimentan las voces de mis acompañantes, con quienes ya entendimos que no debíamos pasar todo el tiempo juntos, sino que nos podíamos aislar de a ratos: ya compartiremos un trago y un grasiento haggis más tarde, en la noche.
El cuaderno de notas de la caminata, con la fauna local y una hoja de roble.
Junto con el sano cansancio que nos recuerda que somos cuerpo más que mente, todo ello logra callar un poco la conversación interna y suavizar el duro pegante con el que a uno se adhieren las emociones. Así que a esto se refiere Eckhart Tolle cuando habla del “poder del ahora”. Qué comprensible me parece, aquí, que el mundo viva un auge de espiritualidades: nomás estamos tratando de regresar.
Está decidido: cuando en otros dos días mi recorrido supere los 150 kilómetros que tenemos como meta, y entonces de las Highlands hayamos descendido hasta Fort William —el pueblo de destino, en la costa oeste—, pongo sobre la mesa la siguiente ‘patoneada’. Que sea en el Quindío. Que sea en Santander.

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